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Colombia reclama el Tesoro de los Quimbayas: ¿puede Urtasun cederlo por su cuenta?

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Es difícil no sobrecogerse cuando uno contempla en el Museo de América el denominado como Tesoro de los Quimbayas. Un espectacular conjunto de 122 piezas prehispánicas de oro y tumbaga, formado por grandes reyes y orgullosas cacicas que aturden con su brillo e intimidan con la solemnidad de su pose. Dicho tesoro —y nunca una denominación fue más exacta— quizás tenga en Madrid los días contados. Esta semana, el Gobierno colombiano ha reclamado formalmente las piezas a España. 

¿Qué sabemos de todo ello? En realidad, poca cosa. Sabemos que los ministros de Cultura de ambos países se reunieron en diciembre y que trataron el tema, sin que nada más trascendiera. Que en las conversaciones también se ha hablado del San José, un galeón español del siglo XVII hundido frente a las costas colombianas, lo que puede llegar a pensar en algún tipo de intercambio. 

Sabemos también que el ministro de Cultura Ernest Urtasun anunció, ceñudo, un proceso no concretado de descolonización para los museos. Y que el de América fue inmediatamente señalado como víctima propiciatoria. Es este un museo, todo sea dicho, algo anticuado, pero sobre todo infrafinanciado, que ha pasado del olvido a estar en el punto de mira, sin pasar por la más mínima muestra de interés por parte de nuestras autoridades.

El actual director del Museo de América, nombrado por el actual Gobierno, Andrés Gutiérrez Usillos, elaboró un impecable informe sobre el conjunto escultórico. Allí rechazaba los argumentos para su devolución: «No son correctos e inducen a confusión». ¿Por qué? Pues porque, como es bien conocido, el Tesoro de los Quimbayas fue un regalo diplomático de Colombia a España. Exhibido en la exposición de Madrid de 1892, Colombia decidió regalarlo después en agradecimiento por haber arbitrado a su favor en unos conflictos fronterizos con Venezuela. 

Estos regalos de patrimonio fueron especialmente habituales en el siglo XIX entre naciones. No sólo respondían a intencionalidades políticas —que también— sino que se consideraba imprescindible y de gran utilidad que, en las colecciones y museos que en ese momento se estaban formando en todo el mundo, tuviera presencia el propio país a través de una muestra de su acervo cultural. 

«Los objetos dejarían de ser piezas prehispánicas para convertirse en vulgares símbolos políticos para el presente»

Por supuesto, hubo, y sigue habiendo, robos y expolios que son ilegales, tanto desde el punto de vista de los Estados como del derecho internacional, y que deben ser restituidos. No es este el caso. Gutiérrez Usillos concluía en su informe «El regalo fue totalmente legítimo y legal (…) España actuó de buena fe y recibió de buena fe el conjunto (…) ¿Cuál es la base legal de la reclamación? ¿Se trata de restitución moral? Entonces los argumentos deberían ser otros, pero no son los que ha iniciado el Gobierno de Colombia». 

Es interesante la alusión a la moralidad porque se trata, exactamente, de eso. La intencionalidad de la repatriación no sería enmendar ninguna ilegalidad, sino algo más sutil, difuso y cuestionable: la reparación histórica, la virtud propia, la herida colonial. Porque ¿a qué moral se refiere? Desde luego, no a la de los antiguos quimbayas, los cuales aquí, los pobres, no pintan nada, sacrificados en favor de la purificación cultural que la descolonización impone. Y desde luego tampoco la moral de los gobernantes que protagonizaron el regalo diplomático, en este caso Carlos Holguín y la regente María Cristina. Pero tampoco, seguramente, la de los españoles o colombianos del presente. No, se refiere más bien la moral de dos Gobiernos afines. 

Una moral de parte —como todas, por eso la moral no debería legislarse— que se impondría sobre las demás sensibilidades políticas, visiones del pasado, sobre los objetos mismos —que dejarían de ser piezas prehispánicas para convertirse en vulgares símbolos políticos para el presente— y, por tanto, sobre los propios pueblos prehispánicos. Y una moral, por supuesto, que no dejaría pasar la oportunidad de adquirir un rédito político a través de una concesión a un gobierno amigo, en este caso el de Gustavo Petro. 

¿Es posible que España devuelva el Tesoro de los Quimbayas? Hemos dicho ya tantas veces «eso no lo podrán hacer» o «no se atreverán» que cualquiera hace ahora una predicción. Devolver el patrimonio —insisto, sin que medie ilegalidad— es algo muy difícil… pero se puede. 

«El patrimonio es inalienable, pertenece a todos, es un bien público del que no puede disponer ningún gobierno bajo ningún motivo»

No miente Ernest Urtasun cuando afirma que el proceso que él quiere iniciar en España se lleva dando de antes en muchos otros países. Alemania devolvió hace unos meses un par de máscaras kogui a la propia Colombia en circunstancias muy parecidas. Ahora bien, para poder hacerlo son necesarios cambios legales de calado. Por ejemplo, Francia hubo de incluir una modificación ad hoc en su legislación para enajenar específicamente los objetos que quería devolver. «Las cabezas maoríes conservadas por los museos de Francia dejan de formar parte de sus colecciones para ser entregadas a Nueva Zelanda», hubo de inscribirse en su ley sobre patrimonio. ¿Por qué tanta dificultad? Porque el patrimonio, por definición, es inalienable, pertenece a todos, es un bien público del que no puede disponer ningún gobierno bajo ningún motivo.

Una breve apostilla histórica (no se asuste, amable lector, será breve y merecerá la pena). La modernidad política consistió en gran medida en revocar todas aquellas normas y tradiciones que enajenaban bienes de su posible propiedad, transferencia o comercio. Se llamaron reformas liberales. Pero curiosamente hubo un aspecto que siguió el camino contrario. Pues entonces se consideró que un conjunto de objetos, por su especial belleza, antigüedad o importancia, debía sacarse de su anterior uso (ritual en el caso de los objetos del clero, patrimonial o político en el de la aristocracia o la realeza) para disfrute de la nación.

Ese maravilloso conjunto de objetos se denominó patrimonio. Lo decía el Código Civil napoleónico de 1804 ⎯todavía hoy en parte vigente⎯ en su célebre artículo 714: «Hay cosas que no pertenecen a nadie y cuyo uso es común a todos». Fíjense que no dice las «cosas francesas», qué sé yo, las catedrales góticas o la pintura de Poussin o Fragonard. Eso vendría después: la identificación del español con el morrión y la coraza o del mexicano con el azteca y no con los siglos virreinales, ¿comprenden? Por eso es tan absurdo considerar lo quimbaya como colombiano, o que el galeón San José no pueda pertenecer también a Colombia. 

De hecho, todas estas reclamaciones y restituciones históricas se pueden considerar algo así cómo un soberanismo del patrimonio. Todo se ha de procurar devolver al sitio donde se fabricó. El busto de Nefertiti para Egipto, el penacho de Moctezuma a México, el carruaje de Maximiliano de vuelta para Austria, la Dama de Elche reclamada por los ilicitanos, el Guernica por los vascos o Tartessos por los pacenses… ¡Qué mundo más provinciano!

«Los gobiernos que demandan patrimonio consiguen crear y agitar un símbolo que azuza el siempre redituable nacionalismo»

Y no existe regalo inocente. Lo dijo hace mucho el antropólogo Marcel Mauss en un bello ensayo. En eso también hemos de aprender de los indígenas. Los gobiernos que demandan patrimonio consiguen crear y agitar un símbolo que azuza el siempre redituable nacionalismo; los que solemnemente lo devuelven, blandir la virtud propia, eso que los anglosajones denominan virtue-signaling, el postureo moral por el cual buscan diferenciarse constantemente del resto de la clase política. 

Por ello, los llamados procesos de restitución histórica pueden suponer un peligro. Rompen un antiquísimo precedente, el que marca la inalienabilidad del patrimonio público, un precepto hasta entonces incuestionado en buena parte de los derechos nacionales, y que precisamente buscaba enajenarlo de su uso político. 

¿Cuántas reclamaciones del mismo tipo podrían entonces darse? ¿Cuánto del patrimonio permanecería verdaderamente en su sitio? ¿Se imaginan, por ejemplo, que España reclamara, todos los objetos cedidos por Fernando VII a Inglaterra, la otra Dánae de Tiziano, la Venus del Espejo de Velázquez…? No sonrían por la posibilidad. Qué alegría encontrarse con ellos en Londres. Igual, exactamente igual, que con el Tesoro Quimbaya en Madrid.


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